En las dos primeras entradas de la etiqueta "Entre lo popular y lo culto" comentamos cómo un refrán del Siglo de Oro español tenía su correspondencia con un cuento de Chejov y un relato de Luis Sepúlveda. En esta ocasión veremos cómo también aparece en el libro de memorias de Gabriel García Márquez.
El refrán a que nos referimos dice: A mi hijo el bachiller en Salamanca (para otras versiones se puede ver la primera de las entradas), y hace referencia a una carta que manda desde el pueblo o aldea un padre a su hijo que cursa estudios en la famosa y multitudinaria universidad.
Pues bien, hace poco y rebuscando entre mis papeles encontré una nota, escrita en el verano de 2003, en que apuntaba que García Márquez casi al final de sus memorias Vivir para contarla contaba una anécdota que tenía relación con el refrán que antes hemos señalado. Por aquel entonces era periodista en El Espectador y andaba a la caza de una noticia que deviniera en algún posible reportaje. Nos dice, y veremos luego su importancia, que en ese periódico... "la materia prima invariable del oficio era la verdad y nada más que la verdad, y eso nos mantenía en una tensión invivible". En su búsqueda de noticias se encontró cierto día en Bogotá con un letrero sobre la puerta de una casa colonial que rezaba: "Oficina de Rezagos del Correo Nacional", inquietado por el cometido de dicha oficina se apresuró a descubrirlo. La misión no era otra que encontrar los destinatarios de cartas mal dirigidas por tener los sobres en blanco o con muy pocas indicaciones. Eran conocidas como las "cartas para el hombre invisible" y para alcanzar su cometido las abrían intentando descubrir alguna pista, ya fuera del destinatario como del remitente. Todo acabó en un reportaje titulado "El cartero llama mil veces" y con un subtítulo acaso más sugerente "El cementerio de las cartas perdidas".
Pero no debió de quedar satisfecha su curiosidad con el reportaje cuando se propuso descubrir la destinataria de una de estas cartas. Desde la leprosería de Agua de Dios se había mandado una carta dirigida a "la señora de luto que va todos los días a la misa de cinco en la iglesia de las Aguas". A pesar de sus múltiples averiguaciones y de asistir durante semanas a misa de cinco sólo consiguió conocer a tres señoras mayores que vestían de invariable luto y que decían no tener ninguna relación con la leprosería.
Volvamos a nuestro refrán, es indiscutible que nos encontramos con un mismo motivo, el bachiller de Salamanca está emparentado con la mujer enlutada de la misa de cinco.
Si en el cuento de Chejov veíamos que la carta con las señas mal indicadas era un recurso que abocaba a la tragedia y en el de Luis Sepúlveda también pudiera ser otro recurso para mantenerse en el olvido al protagonista de la historia, en el caso que nos cuenta García Márquez no podemos hablar de recurso sino de verdad y nada más que verdad.
En alguna ocasión he defendido que muchos refranes tienen su origen en hechos y situaciones reales que dada su peculiaridad han trascendido y se han incorporado al lenguaje coloquial añadiendo a su sentido literal uno menos obvio aunque sí más general. En nuestro caso el refrán se utilizaba para ridiculizar y reírse de quien no era capaz de dar claras señales de algo.
Lo curioso de lo que comentamos, y si fuera verdad lo que propongo, es que tres siglos después de que apareciera el refrán nos encontramos con el hecho que lo originó.
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