Aprovechemos que en una de las últimas entradas conocimos algunos apotegmas de los filósofos clásicos, recogidas por Erasmo de Rotterdam, para mostrar en esta ocasión algunas de las que debemos al cordobés Juan Rufo (1547-1620). Nuestro paisano, hijo de tintorero y nacido en la calle del Tinte, debió ser un tipo curioso y amante del dinero ajeno. El más sufrido fue su padre que continuamente se hacía cargo de los desfalcos, engaños y sustracciones de nuestro poeta. Ya siendo sólo un niño le robó 500 ducados y los perdió en el juego. Marchó joven a la universidad de Salamanca y a pesar de que parece ser no pisó sus aulas recibía regularmente la asignación paterna. De vuelta en Córdoba y una vez conseguido el puesto de jurado en la ciudad se apropió de 600 fanegas de trigo destinadas a la alimentación de sus conciudadanos. De nuevo su padre tuvo que salir en su defensa haciéndose cargo de la deuda. No nos detengamos más en estas menudencias, sólo apuntar que en cuanto a amores también tuvo el padre que pagar por palabras de matrimonio a doncellas que no llegó a cumplir. Nuestro poeta es conocido por dos obras La Austriada y Las seiscientas apotegmas y otras obras en verso. En la primera cantó a don Juan de Austria en la guerra de Granada y en la batalla de Lepanto. De la segunda es de la que nos ocupamos. Los apotegmas de Juan Rufo comparte la idea de dicho o respuesta breve y sentenciosa ante un dilema o situación. Pero en este caso no busca en los demás estas sentencias sino que el poeta aparece como protagonista de todas ellas, a él debemos las ocurrencias y de su boca saldrán todas las respuestas. Los temas que trata son de lo más variado, desde la moda a la vejez, de la belleza a la cobardía, de la pobreza a la arrogancia, del juego a la amistad. Aunque el título nos habla de seiscientos en realidad los apotegmas que publica son setecientos siete. De ellos aquí dejo algunos.
Preguntole otro de sesenta años si se teñiría las canas, y respondió: "No borréis en una hora lo que Dios ha escrito en sesenta años."
Llamábase Ángela cierta fea, a la cual dijo: "Harto mejor suena vuesa merced que parece."
Decía que la vida larga era prisión luenga, retablo de duelos, soledad de amigos, vergüenza de haber vivido y temor de no vivir.
Preguntó un hombre, que no debía ser muy leído, "si fue Séneca de Córdoba". Respondió: "Pues ¿de dónde había de ser?"
A un caballero altísimo de cuerpo, moreno y desgraciado, que le apodaba, le dijo "que parecía noche de invierno en lo frío, en lo escuro y en lo largo".
Un hombre mentiroso y de grandes defectos era el más feo del mundo; y diciendo muchos mucho mal dél, dijo: "Lo mejor que tiene es la cara."
Llamábase cierta mochacha Esperanza, bonita como un oro; y con ser de once años no más, andaba nuerto por ella un soldado; a quien dijo (preguntándole qué le parecía de su dama), "que era buena para esperanza y mala para posesión".
Ahogose cierto hombre borracho nadando en Guadalquivir, y dijo: "Al fin murió aquel hombre a manos del mayor enemigo que tenía."
Cierto poeta y músico componía ruines letras y dábales buenos tonos, por lo cual dijo "que eran sus coplas delitos bien pregonados."
En cierta conversación dijo un fraile: "¿Cuál es el fraile que no tiene devota?" Respondió:"El que es devoto."
Díjose que una mujer adúltera escapó de su marido por no tener con qué matalla. Respondió: "¿Teniendo cuernos le faltó con qué?"
Preguntado qué cosa era más pesada que el oro, respondió: "No tenello."
(Juan Rufo, Las seiscientas apotegmas y otras obras en verso, Madrid, Espasa-Calpe, 1972; hay nueva edición en Fundación José Manuel Lara.)
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