Cuando me despedía de Julio Llamazares en la pasada feria del libro de Madrid y después de firmarnos su último libro, Las lágrimas de San Lorenzo, me dijo que esperaba que me gustara, yo le aseguré que sin ninguna duda, y él, correcto, acabó diciendo: "Eso nunca se puede afirmar hasta que no se ha terminado de leer". Los dos llevábamos razón. Su nueva novela es una verdadera delicia. Un lector de español por las universidades europeas, ya cincuentón, ha vuelto a España. Había prometido a Pedro, su hijo de doce años y al que sólo ve de tarde en tarde, que lo llevaría a conocer Ibiza, la isla donde él de joven había conocido la felicidad. En la noche de San Lorenzo suben a una colina para disfrutar de la lluvia de estrellas, las lágrimas de San Lorenzo. Mientras esperan y ven pasar la noche y las estrellas, también recuerda cómo ha pasado su vida, qué le ha llevado a acabar donde está en ese momento. Nos encontramos pues ante una novela de recapitulación y enjuiciamiento. Los distintos periodos de su vida van apareciendo sin orden pero siempre evocados desde una distancia ya infranqueable, como queriendo extraer una enseñanza que transmitir a su hijo aun a sabiendas de lo ilusorio de su pretensión. Un punto de melancolía transita en cada evocación, esa melancolía que aparece siempre en las despedidas y que surge cuando uno piensa en la desaparición. Todo ello nos lo ofrece con una prosa en voz baja, apenas susurrándonos para evitar que el dolor nos asalte y nos unamos, con nuestras lágrimas, a esa lluvia de estrellas que contemplan. Para Llamazares el tiempo se siente y se sufre, por eso junto al recuerdo también aparece la culpa. Un tiempo que sin remedio se repite aunque cambien las personas y los escenarios, así la noche que nos cuenta no es otra que la que pasó con su padre al principio de los tiempos. Léanla y disfruten de un escritor particular.
(Julio Llamazares, Las lágrimas de San Lorenzo, Madrid, Alfaguara, 2013)
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