Los poetas, acostumbrados a medir y contar las palabras, son buenos aforistas. La necesidad de sintetizar, de condensar y ajustar las palabras y las ideas al verso dotan a los poetas de la necesaria facultad para adentrarse, no todas las veces con fortuna, en la literatura aforística. El gran problema consiste en que hay ocasiones en que todo puede quedar reducido a pura imagen, esplendida, sí, pero falta de contenido; y dentro de cada aforismo deben convivir la idea que se quiere comunicar y la forma que adopta.
El poeta malagueño Rafael Pérez Estrada (1934-2000) tuvo siempre una pasión por lo breve y en su obra aparecen cientos de textos breves, imágenes, versos sueltos, pensamientos que tienen cabida dentro del género del aforismo. Su maestría con nuestra lengua no falta en estas pequeñas obras así como su belleza y originalidad. De su libro Los oficios del sueño (1992) entresaco esta muestra.
Alguien había dado un portazo cogiéndole el ala al ángel. El grito fue similar al de una copa estrellándose en el suelo infinito. Lo demás era soledad y tristeza. Después fue oscureciendo lentamente.
El incienso es el desodorante de la religión.
Nunca verás un amanecer tan hermoso como ella.
Con la frialdad del cirujano clavó el puñal de la crítica en la indefensa ternura del poema.
Lo vi tan feliz y seguro que no pude contenerme: ¡Usted no está en condiciones de escribir poesía!, le advertí didáctico.
Aún guardan olor a primavera / las hojas quemadas en otoño.
Quiero una rosa ácida -me dijo-. No importa el color. Sólo necesito que sea ácida. Una rosa con sabor a pomelo y olor a ropa limpia. Entonces supe que los inviernos con ella serían interesantes, y que la vejez llegaría llena de vértigos. Y me sentí feliz.
Ejemplo evangélico: Vicario General Castrense.
Dice el moralista acérrimo: Pensar es vicio solitario.
El cuerpo es indefenso, frágil y menesteroso.
Y sin esperarlo, le oí decir a aquel anciano encantador: Tengo una decidida voluntad de inmadurez, y dicho, continuó dibujando palomas en el suelo.
Se cuenta de una mujer que fue devorada por la luna. Y se dice que sus gritos eran de plata.
Me preguntó el muchacho con los ojos llenos de atardecer: ¿Cuando yo muera se parará el mar? Y preferí no desilusionarlo.
(Rafael Pérez Estrada, Crónica de la lluvia, ed. José Ángel Cilleruelo, Edhasa 2003)
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